Ya es
tarde para ti. El frío acaba de penetrar en tu mente por la primera
línea de este relato, y nunca te dejará. Si no deseas cambiar,
sentirás el haber empezado a leer. Porque nadie debe acercarse
demasiado al Libro del invierno. En este, se leen acontecimientos que
no están escritos…, aún. Más adelante, considerarás el tiempo
en tus relojes y en el cielo con otra mirada.
En la
cazuela, empieza a caer uno de los cuatro elementos: el chorro de
agua, cual un rayo de luz fría.
Ayer,
te vi en el supermercado del barrio de tu infancia. Compraste
ingredientes para el plato preferido de tu único hijo: una
porrusalda. Pero sin saberlo todavía, también pudiste comprarle un
tiempo nuevo a una empleada. Sé que de momento no me entiendes,
pero..., sigue leyendo. Su mano caliente cogió tu dinero; a cambio
te dio las gracias, una sonrisa y las
vueltas. “Hasta mañana, que pases una buena tarde” Tú,
ni le sonreíste, dejaste caer dos palabras cuales copos
desangelados, y saliste corriendo tras hacerte con tu cambio. Como
siempre, tenías prisa y efectivamente, ya era tarde. Porque nunca
más el futuro iba a volver a la empleada. Entraron tus palabras
gélidas en su tarde, y hoy el supermercado está cerrado con
persianas de escarcha. En señal
de duelo.
Porque el mañana para ti habrá llegado, pero anoche, ella murió.
Tras un grito como aquel día en que siendo aún una niña, quiso que
su madre le comprara una cometa. Nadie la mató, sino palabras sin
alma, cuando aprovechamos un presente en oferta, envasado al vacío.
Te digo que ya es tarde, a pesar de que ayer saliste corriendo, tras
comprar los ingredientes de la porrusalda.
Ahora
me recuerdas, ¿no es así? ¿Quieres seguir leyendo, o prefieres
huir como en el supermercado? Vuelvo cada tres estaciones; soy la
indiferencia cogida de la mano de la insensibilidad. Vendré por
enésima vez con alas de hielo sucio como el de los cometas, planearé
sobre tus noches, colgadores y sueños. Mientras te sobresaltes en tu cama,
sustituiré tus prendas por otras gélidas, con las que irás al
entierro de la empleada. Una mujer que fue tu amiga de la infancia,
¿la recuerdas a ella también? Aquel primer día de vuestra amistad,
lloraba, porque quería que su madre le comprase una cometa, y la
consolaste. En el cementerio, también la verás triste a través de
la tierra, hasta el último puñado. Habrá sido atropellada por un
mundo cada vez más veloz, y ya no te dirá hasta mañana. La física
cuántica es un juego de niños, si piensas en el tiempo que nos
queda…, cuando ya es tarde.
Ahora,
los ojos empañados, añades el bacalao desalado, que se desliza por
el agua fría como antes, cuando vivía en medio de azuladas. Te lo
alcanzó en una bandeja de plástico la cajera, tras introducir el
precio manualmente, ya que la máquina no conseguía leer el código
de barras.
—Ay,
no lo lee, dame unos segundos —te
pidió con una sonrisa.
—Date
prisa, por favor, todavía tengo que hacer la cena —le contestaste,
media hora antes de que le atropellara un camión.
Porque
el gran supermercado de la ciudad, oferta un tiempo que se consume
aquí y ahora. La incultura vende más que la cultura, la apariencia
que lo profundo; más lo instantáneo que lo auténtico. Más el
separatismo que la unión. Ya poca gente espera en el silencio de una
cocina, a que suban volutas de humo oloroso. Despaciosamente.
La empleada te dijo hasta mañana, y luego corrió hacia su porvenir
vertiginoso. Bajó el acantilado de la acera, pasó un camión de
humo que la golpeó con una frente de sangre. Luego lo hicieron
puñados de tierra en su última caja de cajera, de madera, y bajaron
la persiana. “Gracias, adiós” Te digo que solo somos
esto: agua, un pellizco de suerte pocas veces y mala suerte algunas
más. Solo un grito al atardecer, cuando tienes mucha prisa, no te
gusta tu vida pero debes cruzarla. Uno como el de aquella niña que
fue, cuando el barrio de la infancia contenía todo el tiempo del
universo. Ella quería una cometa y ahora sube a su encuentro, por
los laberintos del aire y de la noche.
Al
igual que asciende, ahora mismo, el humo perfumado lleno de mar,
tierra y fuego. Volutas que traen a tu memoria a Gloria, tu abuela
vizcaína; la que mejor sabía pronunciar porrusalda.
No
quiero que llores, ni te dejes invadir por más escalofríos. Antes,
te he mentido. No es tan tarde como te anunciaba. Sal despacio y mira
a los ojos de los que te miran a los ojos. Puedes volver a leer la
receta de la vida en la cocina encendida, ir a tu habitación y abrir
el celofán, luego tus piernas, para dejarte acariciar por un tiempo
nuevo. Uno gratuito, aún así precioso, lento a más no poder, que
contiene ingredientes esenciales. Y gritarás, pero de placer; tu
jadeo subirá por la cuerda de tu juguete y alcanzarás un lugar en
el que nadie tiene prisa, porque el tiempo no existe. Después,
volverás a tu presente mujer serena, y comprarás los ingredientes
para ese plato donde tan bien se mezclan los 4 elementos.
—¡Así
que vas a hacer una porrusalda!
—Sí,
cariño, es para mi hijo —contestas a tu
antigua amiga, mientras le sonríes al devolverte ella el cambio—
Hace semanas que me la pide, y nunca he encontrado el momento. Oye,
por cierto, tenemos que quedar tú y yo, para tomarnos un café
despacio. Y recordar viejos tiempos. Vivimos demasiado rápidamente.
A la
media hora, la empleada sale del supermercado pensando en lo que le
has dicho. Se detiene unos segundos en el bordillo de la acera, al
borde del crepúsculo… La punta de su pie derecho vacila, se hunde
en la oscuridad, retrocede. Considera cada palabra tuya, mientras
pasa un camión de humo, vomitando un alarido infernal. Justo
después, cruza la calle con una sonrisa en los labios y el cuerpo
hecho un escalofrío.
Sergio Arrieta - Relato publicado en la antología Pil-pil y mojo (Literarte Editorial 2018).